En una sesión con mi terapeuta, Paula, me preguntó: ¿Cuántos amigos tenés, Pao?
Jactándome, le respondí mencionando mis redes sociales: Tengo casi mil seguidores en Instagram, casi 5000 amigos en Facebook y 150 contactos en WhatsApp. Además, soy administradora en dos grupos de amistad. ¡Estoy rodeada de gente!

Paula, con su serenidad característica, me lanzó otra pregunta: ¿Cuántos de esos saben si hoy te levantaste de la cama? ¿Cuántos saben qué almorzaste o si siquiera te cocinaste? ¿Cuántos vienen a tu casa a tomar unos mates y a escucharte?
Ese fue el momento en que me di cuenta de lo vacía que estaba mi «vida social».

Me propuso una dinámica de aislamiento por diez días. Diez días sin redes sociales, sin grupos de WhatsApp, eliminando contactos que no fueran del trabajo. Solamente agendaría a aquellos que me escribieran para verse o que quisieran visitarme. La idea me retumbó en la cabeza.

Al pasar los días, la realidad golpeó duro. De los más de 6500 «amigos», solo tres me enviaron mensajes reales de aliento. ¡Tres! Mi popularidad virtual resultó ser una farsa. Cada «me gusta» y comentario halagador no reflejaba un interés genuino por mi bienestar.

Descubrí algo: reaccionar a las fotos de mis amigas no era sinónimo de saber cómo estaban realmente. Mostrarme sonriente y empoderada no significaba que todo en mi vida estaba bajo control. Enfrentarme a este vacío fue devastador.

La amistad y el amor pueden comenzar siendo virtuales y a distancia, pero no crecen si no se alimenta con hechos y cercanías.

Pasé días sola, sin celular, sintiendo la soledad profunda que siempre había tapado con interacciones virtuales vacías. Me di cuenta de lo rota que estaba, mientras prestaba mi energía a otros, solo para decirme a mí misma que era buena gente. Pero, en realidad, era igual de adicta a la «validación» virtual que todos los demás.

La mañana que cambió todo, estaba en el patio, tomando mates con mis gatos. Me di cuenta de que lo que más me costaba no era despedirme de los contactos, sino despedirme de la idea que tenía sobre la amistad. Antes pensaba que un amigo era quien aplaudía mis logros, pero sin logros publicados, no había aplausos… ni amigos.

Redefiní la palabra «amistad». Valoro la simpleza de mensajes como los de Vero: «Amiga, venite, comemos unas pizzas», o los «buenos días» de Mauro, siempre con stickers y frases que me hacían sentir acompañada. De esos 6500 «extraños», hubo quienes realmente se quedaron para acompañarme mientras sanaba.

Me di cuenta de que la amistad y el amor pueden empezar en una pantalla, pero si no se alimentan con cercanía y hechos, no crecen. Hoy, después de esos diez días, sé que quiero vivir el resto de mi vida solo con aquellos que vengan a decirme que me quieren con mates y abrazos. Porque hablar sana, pero abrazar… ¡nos salva!


Soy Pao Oliva ,
Coach en recuperación de Adicciones
WhatsApp 11-3080-8013
Facebook: Hoy por mí!
Instagram Hoy Por mi